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Por: Germán Medina Franco
Luis López de Meza nos inspira a redescubrir al Viejo Caldas más allá del simple cruce de caminos de arrierÃa como el crisol mismo de la patria donde se encuentran y fusionan sus energÃas dispersas.
Con el paso del tiempo ha calado la idea de que el Viejo Caldas es la prolongación espiritual y física de Antioquia. Y a fuerza de repetirlo tantas veces pareciera cierto, incontestable.
Así nos ven desde afuera, con una visión que se nutre del mito fundacional antioqueño, avasallante y provocador. Pero la evidencia de los hechos demuestra que bajo ese espejismo se oculta una realidad sociológica más compleja, rica en matices y potencialidades, cuya existencia no puede seguirse soslayando: somos un mosaico humano multiétnico y pluricultural que nos hace diferentes y no un simple apéndice de la antioqueñidad.
La reflexión del maestro Luis López de Meza sobre Colombia como el crisol de América nos inspira a redescubrir al Viejo Caldas más allá del simple cruce de caminos de arriería como el crisol mismo de la patria donde se encuentran y fusionan sus energías dispersas moldeando un hombre nuevo, distinto por sus peculiaridades al pueblo que se pretende primigenio. Desconocer este hallazgo que corre silencioso por el torrente circulatorio de nuestra genética como una verdad oculta es plegarse al discurso excluyente de la Colonización Antioqueña y aceptar que somos una raza vencida.
Colombia es un proyecto de nación, una nación inacabada que transita por la adolescencia —en toda la extensión de la palabra—. Desde la fundación hispánica se reniega del componente indígena y se invisibiliza al negro, dos fuerzas telúricas que están ahí presentes, una desde el amanecer de los tiempos, la otra “raza mártir y padecida que llegó a América en galeras de martirio” según la trágica elegía de Bernardo Arias Trujillo(1). Dentro de ese contexto de país embrionario en búsqueda de una identidad y de un destino ¿qué venimos siendo nosotros los hijos de ésta tierra nutricia?
La mariposa verde del mapa
“…que grabaron en Colombia
a golpes de tiple y hacha
una mariposa verde
que les sirviera de mapa” (ib.)
La creación de Caldas en 1905 como ente administrativo con vida propia fue una medida de orden público para poner distancia entre los antiguos estados soberanos de Antioquia y Cauca, irreconciliables entre sí, cuya situación de guerra perpetua amenazaba de manera recurrente con la disolución de ese proyecto colectivo llamado Colombia. Fue una forma inteligente de apaciguar esos “viejos y queridos odios” de los que hablaba Ñito Restrepo para referirse a las disputas partidistas que marcaron la historia del país desde mediados del siglo XIX.
Por décadas estas breñas de los Andes fueron campo de batalla entre la Antioquia conservadora y confesional poseída por la idea de ser el pueblo elegido y aupada en los hombros de la iglesia para librar su guerras santas, y el Cauca liberal y anticlerical, radical y masónico que defendía a ultranza los fueros de un Estado laico, apoyado en la fuerza huracanada de sus negros.
Esta tierra tutelar fue pues zona de frontera y escenario de confrontación entre dos vecinos hostiles, pregoneros de las antípodas del pensamiento decimonónico. Así recibió su bautismo de sangre.
Nacido con esa vocación de equidistancia el departamento de Caldas fue un añadido de territorios segregados de la vecindad. Debieron pasar siete años a partir de su advenimiento con la ley 17 del 11 de abril de 1905 sancionada por el general Rafael Reyes Prieto para darle forma a la mariposa verde que le serviría de mapa: a las poblaciones segregadas del sur de Antioquia (entre ellas Manizales, Aranzazu, Marmato) se les sumaron las del norte del Cauca (Pereira, Santa Rosa, Villarica de Segovia, entre otras); Pensilvania lo haría en 1906, mismo año en que Manzanares y Marulanda se desprendieron del Tolima; Armenia, Calarcá, Circasia, Salento y Filandia fueron escindidas del Cauca en 1908 y Pueblo Rico en 1912, a expensas del Chocó, sería el último poblado en integrarla. A fuerza de leyes y decretos quedó constituida la nueva unidad territorial en el concierto nacional.
El entramado de la colonización
De la misma forma en que se armó el andamiaje territorial del Viejo Caldas, así ha sido su poblamiento: una amalgama de gentes de la más diversa procedencia que en oleadas sucesivas de migración han llegado aquí para quedarse, generando un inocultable mestizaje étnico, social y cultural.
La primera avanzada colonizadora provino de Antioquia sin lugar a dudas. La ruta hacia el sur está marcada por las fechas bautismales de infinidad de pueblos y ciudades donde los arrieros dejaron su impronta a lo largo del siglo XIX: Aguadas (1808), Salamina 1825, Pácora (1832), Neira y Salento (1842), Santa Rosa de Cabal (1844), Manizales (1848), Pereira (1863), Circasia (1884), Calarcá (1886), Armenia (1889) fueron entre muchas las estaciones camineras de estos andariegos.
La fundación de Pereira (2) en las tierras yermas de Cartago Viejo nos ilustra sobre la hibridación del componente paisa. Los gestores de la idea fundacional fueron cartagüeños empeñados en fortalecer la frontera norte del Cauca ante el embate expansionista de los antioqueños. Cuando llegaron al ritual iniciático el 30 de agosto de 1863 (la misa consagratoria del padre Remigio Antonio Cañarte) se encontraron con que el lugar ya estaba habitado por familias procedentes de Antioquia. Frente al hecho consumado de la ocupación del territorio el grupo caucano se allanó a una convivencia pacífica con los antioqueños —enorme paradoja en tiempos de confrontación— traducida luego en un fecundo mestizaje que ha generado un ejemplar humano distinto de sus controversiales elementos originales.
Otras corrientes colonizadoras menos visibles o quizás invisibilizadas por el mito fundacional antioqueño también arribaron al territorio caldense con toda su carga genética: boyacenses, cundinamarqueses y tolimenses que han contribuido a la heterogeneidad de nuestra población de una forma más silente, más discreta si se quiere. Su presencia laboriosa viene en aumento desde el siglo XX inmersa en una segunda oleada colonizadora que pareciera no tener fin.
La bogotanización regional es un fenómeno más reciente que arrecia en el Quindío y va en aumento. Los capitalinos reniegan de su ciudad invivible y escapan de ella como quien huye de la peste en pos de un ambiente bucólico donde puedan pacificar sus espíritus. Fincas de recreo, condominios campestres y edificios enteros constituyen su refugio. Están llegando por legiones. Junto al impacto físico de su presencia en nuestro medio —que ya se puede evidenciar en calles y avenidas— el impacto cultural es previsible.
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