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La primera vez que vi expuesta de forma explícita la noción de que la ciencia es un juego fue en un artículo de Isaac Asimov (aunque probablemente fuera Karl Popper el primero en formularla); pero la más bella expresión de esta idea que conozco es la siguiente: «¿Jugamos una partida? Esta es la antigua pregunta que el universo, o algo detrás del universo, empezó a hacerles a los desconcertados bípedos implumes que proliferaban en el tercer planeta del Sol, tan pronto como sus simiescos cerebros pudieron comprender el juego de la ciencia. Es un juego curioso. No hay ningún conjunto de reglas definitivo, y parte del juego consiste en tratar de descubrir cuáles son las reglas básicas. Parecen ser matemáticamente simples, hermosas, variadas, arbitrarias y cada vez más difíciles de descubrir. El juego nunca ha sido tan apasionante y tan peligroso como ahora». Es una cita del libro Orden y sorpresa, de Martin Gardner, cuyo título expresa con certera elegancia el binomio —la dialéctica— realidad-percepción, materia-mente, universo-reflexión: el cosmos —el orden— se mira en el espejo de su culminación evolutiva, que es la consciencia, y se sorprende sin cesar ante su propia armonía.
La ciencia es un juego del que todos los seres humanos, en mayor o menor medida, formamos parte. Cobrar conciencia de ese juego, de su belleza y sus riesgos, aumenta tanto su eficacia como su placer. Y para ello no hace falta ser un científico: todos podemos y debemos participar activamente, todos podemos y debemos ser jugadores, si no queremos convertirnos en meros juguetes. No hay reglas definitivas. Pero una de las técnicas básicas del juego es hacer preguntas, y la otra, como dijo Galileo, consiste en medir todo lo que es medible y hacer medible lo que no lo es. Hay que tomar todas las medidas. Hay que atreverse a hacer todas las preguntas (por tontas o impertinentes que parezcan) e intentar hallar todas las respuestas; y viceversa.
Hemos avanzado mucho en los últimos diez mil años, pero todavía no hemos llegado a la meta, suponiendo que haya una meta. Ni siquiera la vislumbramos. Algunos piensan que estamos cerca de alcanzar el pleno conocimiento de las reglas del juego; otros creen que jamás lo alcanzaremos. En cualquier caso, el juego de la ciencia nunca ha sido tan apasionante —y tan peligroso— como ahora.
La reflexión y el mito
La sorpresa ante el orden del universo, que lo hace —aunque no del todo ni de forma definitiva— comprensible y expresable mediante descripciones y modelos relativamente simples, no es privativa de los científicos: está también en la base misma de la literatura y el arte. En su novela más famosa, El hombre que fue Jueves, proclama el inefable G. K. Chesterton: «Le digo que cada vez que llega un tren a su destino, pienso que el ser humano le ha ganado una batalla al caos. Usted dice despectivamente que cuando uno deja atrás Sloan Square tiene que llegar a Victoria. Yo digo que podrían pasar mil cosas distintas, y que cuando llego realmente allí tengo la sensación de haber escapado por los pelos. Y cuando oigo al revisor gritar Victoria, no es una palabra sin sentido. Para mí es el grito de un heraldo que anuncia una conquista».
El asombro reverente ante la armonía del universo halló su primera expresión en los mitos cosmogónicos de las diversas culturas, que con el tiempo evolucionarían hasta dar lugar a las religiones actuales. Y hasta hace bien poco esta tendencia a atribuir el orden a una divinidad ordenadora coexistió con la ciencia. El propio Newton veía en su gran descubrimiento, la gravedad, el continuo milagro con el que Dios mantenía unidas todas las cosas que había creado. Hoy día, sin embargo, solo los fundamentalistas bíblicos se resisten a reconocer que el salto conceptual del orden a un supuesto «ordenador» carece de base. El orden es un hecho objetivo que, por sí mismo, no conduce a ninguna conclusión ulterior. La reflexión sustituye (aunque no siempre) al mito; la duda estimulante, a la certeza adormidera.
La ignorancia y el poder
Decía Einstein que lo más incomprensible del mundo es que sea comprensible. Y Rudolf Carnap expresó la misma idea de forma más técnica pero en esencia idéntica: «Es algo realmente sorprendente que la naturaleza pueda expresarse mediante fórmulas matemáticas relativamente sencillas». Y Bertrand Russell escribió al final de un libro sobre la relatividad: «La conclusión es que sabemos muy poco, y no obstante es asombroso que sepamos todo lo que sabemos, y todavía más asombroso que tan poco conocimiento nos confiera tanto poder».
Pero en realidad el mundo no es tan comprensible —el propio Einstein no pudo aceptar la mecánica cuántica a causa de su consustancial incomprensibilidad— y el poder que dimana del conocimiento está en muy pocas manos, y no en las mejores. Y solo una auténtica revolución cultural puede revertir una situación tan discriminatoria como potencialmente catastrófica.
En las Jornadas de Vanguardia Científica celebradas en México hace unos años, Mario Molina, Premio Nobel de química por sus investigaciones sobre la capa de ozono, señaló que las principales causas de la lentitud e ineficacia con que se están afrontando los gravísimos riesgos del cambio climático son, por una parte, los intereses económicos de los países más contaminantes y, por otra, la generalizada ignorancia sobre la verdadera naturaleza y magnitud del problema. Es necesaria una revolución pedagógica que capacite al gran público para comprender y valorar tanto los avances tecnológicos como sus consecuencias sociales y ambientales, me dijo el profesor Molina, con quien tuve el privilegio de conversar durante la comida que siguió a su conferencia.
En estos momentos críticos en los que está literalmente en juego el futuro de la humanidad y en los que las soluciones pasan, más que nunca, por el afrontamiento racional de los problemas, los científicos y los centros de investigación deberían hacer un esfuerzo pedagógico y tener la generosidad de poner al alcance del gran público blogs y páginas interactivas que recogieran las dudas e inquietudes de la población, y que respondieran de forma sencilla, pero no por ello menos rigurosa, esas preguntas que normalmente solo hallan respuesta en los discursos demagógicos de los políticos y en las patrañas difundidas por los poderosos intereses contrarios a la información veraz.
Innovación y sensacionalismo
Con la ciencia de vanguardia ocurre algo paradójico: es la más interesante desde el punto de vista mediático, pero a la vez la más difícil de transmitir. Las noticias son, por definición, las novedades, los últimos hallazgos. Que tienen que ver, lógicamente, con las investigaciones más punteras. Que a su vez suelen basarse en los desarrollos teóricos más avanzados. Que implican conceptos físicos y matemáticos normalmente muy alejados de los conocimientos y posibilidades de comprensión del gran público. Por eso la mayoría de los medios de comunicación, e incluso algunas revistas especializadas, optan por el sensacionalismo, sustituyendo las explicaciones por los titulares impactantes y las imágenes sugerentes. Con lo que la ciencia, que debería ser lo contrario del pensamiento mágico, a veces se rodea de un aura mítica y misteriosa que, lejos de fomentar el racionalismo, parece a menudo el esbozo de una nueva religión (en este sentido, no es casual el alarmante éxito alcanzado por esa aberración ética e intelectual autodenominada «cienciología»).
Un siglo después de que la relatividad, la mecánica cuántica y la lógica de Gödel transformaran radicalmente nuestra visión del mundo, solo una exigua minoría tiene claro que Galileo, Newton y Aristóteles no dijeron la última palabra. ¿Cuál es la solución? ¿Cómo se puede divulgar el conocimiento sin vulgarizarlo? No parece fácil. Pero ahora disponemos de una nueva y poderosa herramienta, la interactividad, que podría y debería ser una extensión de ese diálogo en el que Platón vio el camino más se
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