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Por Diego Bautista Mayo 3, 2024 Haz clic para compartir en WhatsApp (Se abre en una ventana nueva)Click to share on X (Se abre en una ventana nueva)Más

Cinco veces la izquierda ha ostentado el poder en Brasil durante el presente siglo (tres veces Lula y dos Dilma Rousseff), lo cual sugiere que algo se ha hecho bien allá. Entre tanto, las baterías del primer gobierno de izquierda en Colombia empiezan a mostrar signos de agotamiento como consecuencia de la débil capacidad de ejecución de los ambiciosos planes propuestos, y al presidente Gustavo Petro le restan apenas 26 meses de mandato. Algunas lecciones del vecino Lula da Silva podrían ser útiles para beneficio de millones de colombianos que están empezando a perder la fe en el cambio prometido a pesar de la concurrida marcha del Día del Trabajo.
Ahora que en el país se empieza a plantear la continuidad del progresismo en 2026, hay que decir –como en la comedia de Lope de Vega– que ‘obras son amores y no buenas razones’: el Lula presidente bajó a la mitad la tasa de pobreza multidimensional, logró que 30 millones de brasileños salieran de la pobreza, fortaleció una clase media próspera y redujo la desigualdad en 9,4%. Al terminar su segundo periodo de gobierno, el Producto Interno Bruto (PIB) brasileño había crecido 37% entre 2003 y 2010, el país se había consolidado como la sexta economía más sólida del planeta y la percepción pública acerca de la gestión del PT (el partido de Lula) no podía ser mejor: 82% de aprobación.
Desde luego que hubo otras dinámicas positivas que contribuyeron a semejante transformación, y claro que hay diferencias entre Colombia y Brasil en relación con las condiciones geográficas, históricas, de estructura institucional y de sistema político. Pero a pesar de eso, en políticas públicas como la agrícola y la rural, por ejemplo, podemos incorporar acciones y elementos que han hecho que un gobierno de izquierda sea capaz de solucionar, por una parte, problemas sociales relevantes y hacer realidad sus propuestas programáticas –con efectividad y resultados tangibles–, y por la otra expandir el área agropecuaria, tecnificar y aumentar la producción de alimentos: hoy los agronegocios en Brasil explican un cuarto de su PIB y el 50% del ingreso de divisas por exportaciones.
Parte del éxito rural de Lula es que logró una verdadera revolución en la historia económica brasileña sin destruir nada, e incluso dando continuidad a algunas de las políticas iniciadas por su antecesor Fernando Henrique Cardoso. Durante la segunda mitad del siglo veinte Brasil fue una potencia agroindustrial, pero continuó siéndolo bajo el mandato de la izquierda. Lula entendió que no había que sacrificar aquello, sino complementar ese capitalismo agrícola con una nueva política para los pobres del campo. Y allí estuvo la fórmula mágica.
Brasil, desde Cardoso, tiene dos ministerios diferentes, el de Agricultura para los asuntos que interesan a los grandes empresarios agroindustriales y el de Desarrollo Agrario para los temas de la pequeña producción campesina. Aprovechando esta división, el gobierno de Lula dio un vuelco a ese segundo ministerio y lo enfocó en la agricultura familiar.
No necesitó crear instrumentos nuevos para todos los propósitos, a partir de algunos ya existentes, como el Pronaf (Programa Nacional de Fortalecimiento da Agricultura Familiar) inventó otros como la Bolsa Familia y fue capaz de ejecutar una revolución histórica, apoyada en estrategias claras y pragmáticas: acceso fácil y rápido al crédito para pequeños productores, transferencias condicionadas de ingresos (que se entregaron a las mujeres) y aseguramiento de las compras institucionales de alimentos directamente y sin licitación a los pequeños productores campesinos mediante el Programa de Adquisición de Alimentos (PAA). Y, por supuesto, complementó estas medidas con una provisión de servicios a la población rural –educación y salud– mediante el plan “Brasil sin miseria rural”, que elevó las condiciones de bienestar en el campo.
La producción de alimentos por parte de las familias campesinas se incrementó gracias a una mejor asistencia técnica, prestada en los territorios en coordinación con universidades y centros de innovación. Las compras públicas de alimentos jugaron un destacado papel. Durante ocho años, los campesinos tuvieron aseguradas las ventas de casi todos sus productos a precios estándar del mercado. El gobierno impulsó un movimiento cooperativo rural e implementó paralelamente un conjunto de estrategias de reducción de las desigualdades de género, étnicas y de edad. Nunca en la historia del vecino país se vivió un periodo de tal prosperidad rural, y la FAO declaró a Lula “campeón mundial de la lucha contra el hambre”.
Recientemente, en el tema tierras, el gobierno brasileño anunció nuevos programas de asentamiento de campesinos sin tierra –su reforma agraria. Lo hizo convocando a todos los gobernadores y alcaldes para definir conjuntamente los lugares para establecer esos núcleos, con el principal impulso de fortalecer aún más a la agricultura familiar (con un plan de créditos públicos a tasas preferenciales para maquinaria y semillas), y con un compromiso de compra del gobierno de parte de la producción para atender sus planes de alimentación en escuelas, hospitales y cárceles, entre otros.
El ultraderechista Bolsonaro había parado en seco los nuevos asentamientos y se había limitado únicamente a la entrega de títulos de propiedad a aquellos campesinos que ya ocupaban las tierras. Esto es precisamente lo que debe cambiar nuestro actual gobierno de izquierda en Colombia ajustando su visión limitada de la reforma agraria y retomando la reforma rural integral, es decir apostando por una reforma con desarrollo rural incorporado. Brasil además está haciendo esto de manera consistente con la apuesta ambiental: impulsa prácticas agrícolas sostenibles, atiende el cambio climático y preserva la biodiversidad.
Algunas de las medidas aquí mencionadas se pueden llevar a la práctica en Colombia, e incluso algunas están más o menos previstas en los planes y las políticas públicas del Plan de Desarrollo de este gobierno, pero se requieren liderazgos con una dosis de realismo temporal y político para definir bien las prioridades de la agenda rural, y equipos a cargo enfocados en aprovechar la oportunidad para el bienestar con equidad que ofrece nuestro potencial agrícola.
En Brasil, el pragmatismo, la habilidad para concertar, la capacidad de ejecución eficiente y eficaz, y el enfoque territorial genuino, fueron algunos de los abordajes claves de la izquierda para reducir a la mitad la pobreza rural en el país con la mayor tasa de pobreza rural histórica en Latinoamérica. ¿Será que en Colombia no se puede esperar más de la izquierda que está actualmente en el gobierno? ¿O será que el progresismo necesita complementarse con otras visiones? Ojalá, como dijo Charly García, que ¡la alegría no sea solo brasilera!
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