¿Por qué, a pesar del sueño de muchas décadas de un país en paz, este sigue siendo inalcanzable?

En una entrevista reciente, Sergio Jaramillo afirmó de manera rotunda que “en Colombia la paz se hizo, la guerra terminó” (Cambio, 8 de diciembre de 2024). Si por conflicto armado interno se entiende la existencia de grupos guerrilleros portadores de un proyecto de conquista del poder central por la vía militar –tal como ocurrió en Cuba (1959) y en Nicaragua (1979)–, coincidimos con el exalto comisionado de Paz en que éste terminó con la firma del acuerdo con las FARC en 2016. Pero si por el logro de la paz se entiende la ausencia de grupos armados organizados –tales como el ELN, el grupo disidente de las FARC (Estado Mayor Central) o el grupo reincidente (Segunda Marquetalia)–, este sueño no se ha logrado materializar todavía.
Al respecto, el pasado 4 de diciembre de 2024, el alto comisionado de Paz, Otty Patiño, durante el foro “Proteger la vida y transformar los territorios: seguridad y Paz Total”, celebrado en la Universidad de los Andes, afirmó de manera inesperada que “los ceses al fuego fracasaron”.
En efecto, los ceses al fuego que, según la experiencia internacional en resolución de conflictos, se utilizan para generar un clima favorable para una negociación de paz y, a su turno, disminuir las afectaciones contra la población civil (Departamento de Asuntos Políticos y de Consolidación de la Paz de las Naciones Unidas, Guía para la medición del cese al fuego, 2022), están siendo utilizados de manera indebida por todos los actores armados no estatales, tanto los de origen político, como los de origen criminal.
Es impactante constatar la caída vertical de los enfrentamientos de estos grupos con las Fuerzas Militares y de Policía gracias a los ceses del fuego bilaterales, pero, a su turno, el aumento de los choques entre los propios grupos para consolidar las áreas que se hallan bajo el dominio de uno u otro y el control de las fuentes de financiamiento ilícito.
¿Por qué, a pesar del sueño de muchas décadas de un país en paz, este sigue siendo inalcanzable? A mi modo de ver, una de las raíces de las dificultades que atraviesa la Paz Total es la ausencia de una política de presencia integral del Estado en todo el territorio nacional. El viejo dicho “en Colombia hay más territorio que Estado” sigue siendo una triste realidad.
Muchos analistas afirman que uno de los mayores errores de la Administración Duque fue no haber copado los territorios de las antiguas FARC, los cuales comenzaron a ser controlados por disidentes y reincidentes de las propias FARC, el ELN o por grupos criminales como el Clan del Golfo y Los Pachencas.
Esta lección no fue asimilada por el actual gobierno. Es más. El Estado día a día pierde más y más terreno.
Complejidad geográfica
Según los estudios comparativos desarrollados por el Harvard Center for International Development (CID), Colombia es uno de los países más complejos geográficamente del mundo, al lado de naciones como Afganistán y la República Democrática del Congo, las cuales comparten con nuestro país al menos tres rasgos similares: una violencia prolongada, una precaria capacidad del Estado para controlar el territorio y fronteras porosas en las cuales los grupos armados no estatales pueden, con un amplio margen de libertad, configurar nichos de poder relativamente autónomos e, incluso, como es el caso del ELN, una retaguardia estratégica en la frontera con Venezuela.
Tal como expuse en mi libro Las fronteras y la guerra. La operación Fénix en Ecuador (Bogotá, Editorial Planeta, 2020), hoy en el país este tipo de enclaves se está dando, ante todo, en las fronteras marítimas y terrestres, íntimamente ligados a la comercialización ilegal de drogas y minerales y el tráfico de personas, con una amplia presencia de redes criminales multinacionales.
No debemos olvidar que Colombia tiene cinco fronteras terrestres caracterizadas no solo por una enorme complejidad geográfica, sino que, en el caso de las fronteras con Venezuela (2 219 km), Brasil (1 645 km) y Perú (1 626 km) se trata, ni más ni menos, que tres de las más extensas del mundo: entre las 311 fronteras terrestres existentes hoy a nivel global, esas tres ocupan los puestos 17, 31 y 32, respectivamente. Y no son propiamente fronteras de fácil control, pues, salvo una porción de la frontera colombo-venezolana, el resto son zonas boscosas de la Amazonia. Y si bien las fronteras con Ecuador y Panamá son de menor extensión (586 km y 266 km, respectivamente), tienen igualmente una muy compleja configuración. Basta señalar que la Carretera Panamericana, que une a casi todos los países del continente americano a lo largo de 17 848 km, tiene un bache de 130 km en la región del Darién, entre Colombia y Panamá.
Así mismo, no debemos pasar por alto que Colombia es una de las 21 naciones bioceánicas del mundo –entre 193 naciones que tienen asiento en Naciones Unidas– y una de las once naciones bioceánicas con acceso tanto al Atlántico (a través del mar Caribe) como al Pacífico, es decir, a los dos océanos más extensos del mundo. La superficie total de nuestro mar territorial es de 928 660 km², de los cuales 589 223 km² están en el Atlántico y 339 547 km² en el Pacífico, equivalentes al 28,5 % y al 16,4 % del total del territorio nacional, respectivamente. No es una tarea fácil para la Armada Nacional controlar un área marítima del tamaño de Venezuela.
Finalmente, es importante subrayar que Colombia tiene seis regiones naturales distintas: es un país caribe, pacífico, andino, amazónico, llanero e isleño (tanto en el Atlántico con San Andrés y Providencia como en el Pacífico con la Isla de Malpelo). Un caso muy poco común a nivel mundial, fuente de una enorme riqueza natural dado que Colombia es el segundo país más biodiverso del mundo, pero que a estas alturas del siglo XXI todavía no ha logrado disponer de una sólida presencia de las instituciones estatales en el conjunto de su territorio. Los municipios localizados sobre el Pacífico –desde Nariño, pasando por Cauca y Valle del Cauca, hasta Antioquia– son un ejemplo doloroso.
Lo cierto es que, hoy en día, estas enormes ventajas geopolíticas, tanto terrestres como marítimas, son, en un mundo globalizado con redes crecientes de criminalidad multinacional, un enorme desafío para la seguridad del país.

Control del territorio y presencia integral del Estado
En un sofisticado estudio realizado por Santiago Montenegro y Álvaro Pedraza (Documentos de Trabajo, No. 107, Universidad de los Andes) con una amplia base de datos, los autores sostienen que “en cuanto a la intensidad del conflicto, encontramos que la acción insurgente es más intensa en municipios con terreno montañoso, bosques y selvas densas, ríos y caminos menos accesibles y aquellos que limitan con países vecinos”.
Actualmente, las regiones más afectadas por el conflicto armado interno son las fronteras que colindan con Venezuela, Ecuador y Panamá, así como algunos departamentos que tienen acceso al océano Pacífico y al mar Caribe. Estas regiones, además de reunir uno o más de los rasgos que señalan Montenegro y Pedraza, son aquellas en las cuales se facilita el tráfico de drogas ilícitas, oro y de manera creciente la trata de personas. Es decir, permiten desarrollar un amplio portafolio criminal y, por tanto, la acumulación de rentas ilegales.
Así, pues, uno de los factores que están incidiendo en la expansión de estas “gobernanzas criminales” se explica debido a la precaria presencia del Estado o, en algunos casos, a la neutralización o cooptación de las autoridades civiles, militares y policiales. Un fenómeno muy similar al que se observa hoy en otras naciones, como México y Ecuador.
Un ejemplo, entre muchos otros, es el del cañón de Micay y la costa pacífica, interconectados por rutas clandestinas. Según datos del Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito, los dos municipios (El Tambo y Argelia) que abarca el cañón del Micay representan el 75 % de las 25 000 hectáreas de hoja de coca en Cauca y están interconectados por un corredor que va desde El Plateado hasta el océano Pacífico, que es la puerta de salida para la comercialización de la cocaína.
Hoy en día, la totalidad de los grupos armados no estatales dispone de una red de corredores de movilidad que se dirigen desde el interior del país hacia los dos océanos o hacia los países vecinos, ya sea por senderos selváticos, por la alta montaña o por vía fluvial, aprovechando que la hidrografía de nuestro país es una de las más ricas del mundo y se distribuye en cinco vertientes: Catatumbo, Orinoco, Amazonas, Pacífico y Caribe. Un ejemplo histórico impactante de estos corredores de movilidad fue la ruta Ho Chi-Ming que ideó el jefe militar de las FARC Víctor Julio Suárez (Mono Jojoy), la cual se extendía desde Caquetá hasta la frontera con Venezuela.
En consecuencia, Colombia se asemeja a un enorme colador lleno de rutas para la movilización de tropas irregulares; el abastecimiento de armas, municiones o explosivos, y el tráfico de drogas ilícitas, oro, coltán, etc. En algunas ocasiones, las funciones de estas rutas se superponen y en otras se especializan en una sola finalidad.
Garrote y zanahoria
Esta metáfora, utilizada inicialmente durante el gobierno de Virgilio Barco y, más tarde, por Juan Manuel Santos, hace referencia al uso simultáneo de recompensas y castigos con el fin de inducir a un actor a asumir una conducta percibida como deseable. Durante las negociaciones de paz en La Habana, el gobierno Santos tomó la decisión de mantener activa la confrontación armada (garrote), hasta el momento en que se llegara a un acuerdo final (zanahoria).
Bajo el gobierno Petro el modelo ha sido radicalmente distinto, pues la negociación se fundamenta en los acuerdos de cese al fuego bilaterales con un alto número de organizaciones armadas de distinto signo. Más allá de los cuestionamientos a este modelo de negociación, lo grave ha sido que los ceses al fuego se han firmado de manera improvisada, sin mecanismos de control sólidos, sin reglas del juego claramente definidas y con equipos de paz sin suficiente preparación y experiencia.
Es más, mientras que en la negociación con las FARC en La Habana la regla de oro era que “nada estaba acordado hasta que todo estuviera acordado”, la fórmula se transformó en un modelo inconveniente: “todo lo que se va aprobando se va implementando”. Mientras que el primer modelo daba incentivos para culminar las negociaciones, el segundo, por el contrario, genera “incentivos perversos” para mantener abiertas indefinidamente las negociaciones, pues convierte las mesas de paz en una suerte de parlamentos paralelos y, a nivel de los territorios, en una especie de asambleas departamentales o concejos municipales paralelos. Es decir, una suerte de cogobierno con grupos que se mantienen en armas.
Credo, necesidad y codicia
La experiencia internacional demuestra que el control del territorio siempre se debe acompañar de un combate sin tregua contra los recursos que alimentan a los grupos armados no estatales. De los tres factores que plantea el profesor de la Universidad de Oxford Paul Collier como fuente de los grupos armados contemporáneos, el credo (o la ideología), la necesidad (o la pobreza) y la codicia, este último hoy día juega un papel central no solamente en las organizaciones de carácter criminal, sino, incluso, en las “disidencias de las disidencias” de los grupos de origen político.
Y lo grave es que esta guerra se está perdiendo. Basta señalar que los principales recursos que alimentan la violencia interna se están acrecentando: el tráfico de drogas, la minería ilegal, la extorsión, el tráfico de personas y el secuestro.
En relación con la cocaína, considerada el principal combustible de la guerra, de acuerdo con un informe publicado el 18 de octubre de 2024 por la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), Colombia alcanzó 253 000 hectáreas sembradas con plantas de coca en 2023, superando de lejos a Perú (95 000) y a Bolivia (30 000). Estos enormes sembradíos permitieron que la producción de clorhidrato de cocaína fuera de 6 664 toneladas métricas, un aumento del 53 % en relación con el año anterior. También han crecido las cifras de los otros rubros que conforman el portafolio de estas organizaciones: por ejemplo, el secuestro, que había caído a cifras mínimas, hoy está de nuevo en auge, así como la extorsión. Según el ministro de Defensa, el secuestro durante este gobierno creció en 70 % y la extorsión en 30 %. Además, el precio del oro está por las nubes.
Una de las consecuencias de estas elevadas rentas ilegales es la multiplicación de saboteadores (spoilers) en el seno de todos los grupos armados, incluidos, los de origen político, que solamente ambicionan acumular un patrimonio personal. Un ejemplo es la división en el seno de la disidencia de las FARC denominada Estado Mayor Central (EMC) entre la facción más política, dirigida por Alexánder Díaz (Calarcá Córdoba), versus la comandada por Néstor Gregorio Vera (Iván Mordisco), con conductas más dudosas.
A manera de conclusión
Hace pocos días, con ocasión de los ocho años de la firma del acuerdo de paz con las FARC en el Teatro Colón de Bogotá, el premio Nobel de Economía James Robinson, coautor de un libro clave, Por qué fracasan los países: los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, afirmaba que una de las razones del fracaso relativo de este acuerdo era la débil capacidad que había demostrado el Estado colombiano para instrumentar los acuerdos firmados en La Habana.
Sin duda, muchos de los acuerdos firmados no han tenido la ejecución prevista –por ejemplo, la distribución más equitativa de la tierra y la protección de los excombatientes–. Sin embargo, las dos tareas más urgentes para cortarles las alas a los grupos armados no estatales: el control del territorio y la afectación de las rentas ilegales, continúan siendo pospuestas y la “paz soñada” cada día se aleja más y más en el horizonte.
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