La SillaVacía.
Por

En 2024, Bogotá pasó de sufrir incendios forestales durante varios días a un racionamiento extendido por más de seis meses. Con la paradoja de que lluvias torrenciales inundaron la ciudad sin que se lograran los niveles ideales de agua en los embalses.
Estos eventos extremos pusieron de relieve la fragilidad del sistema hídrico de Bogotá y las tensiones entre la conservación de la biodiversidad, la urbanización y la expansión de la infraestructura vial.
La Silla Académica entrevistó a Andrés Torres, ingeniero civil, doctor en hidrología urbana y director del Instituto Javeriano del Agua de la Pontificia Universidad Javeriana sobre los desafíos que vienen para la ciudad. Es autor del artículo Bogotá, una ciudad sensible al agua: elementos de reflexión, sobre el que se basó esta entrevista.
La Universidad Javeriana acaba de publicar un especial sobre la importancia de los ríos para Colombia y la urgencia de hablar del agua. Acá lo pueden consultar.
La Silla Académica. ¿Qué lugar ha ocupado el agua en el diseño y planeación de Bogotá?
Andrés Torres. El agua no era importante. Es decir, estaba ahí, pero no tenía relevancia política porque había otras prioridades y preocupaciones. Entonces, por un lado, los humedales eran vistos como charcos y, por otro, había urbanizadores con intereses específicos. Poco a poco comenzamos a colonizar esos espacios sin pensar en las repercusiones.
En esa planeación, el drenaje fue clave. Desde el siglo XIX acogimos el modelo europeo de gestión de drenajes, que hoy seguimos usando. Era una época marcada por ideas higienistas, donde se creía que el agua visible en las ciudades podía provocar enfermedades, no por contacto directo, sino por la presencia de organismos dañinos en el ambiente. El objetivo de este modelo era que, cuando lloviera, el agua desapareciera lo más rápido posible para evitar malos olores y riesgos asociados.
Eso llevó a que se diseñaran sistemas lineales y rápidos para evacuar el agua y se canalizaran los ríos, ocultándolos bajo tierra en aras de una supuesta mayor higiene. Este modelo, respaldado por la ciencia y la técnica de la época, se consideró como el estándar del “mundo desarrollado” y se adoptó ampliamente sin considerar otras alternativas o las particularidades de los territorios.
LSA. ¿Sirvió el modelo?
AT. En Europa en el siglo XX surgieron problemas porque se mezclaban las aguas lluvias con las residuales, lo que contaminaba los ríos. Para solucionar esto, se construyeron plantas de tratamiento, pero no se consideró necesario tratar el agua lluvia y durante las intensas lluvias de verano, incluso con las plantas funcionando, se observó la muerte de peces en los ríos.
Esto sucedía porque, en períodos secos, las plantas podían tratar el agua sin inconvenientes. Pero durante las lluvias fuertes, no podían manejar simultáneamente el agua residual y el agua lluvia. Para atender el problema se construyeron vertederos de tormenta que dirigían parte del agua de lluvia hacia los ríos, esperando que la lluvia diluyera la contaminación. Pero los peces seguían muriendo, la contaminación persistía y los malos olores no desaparecían porque las lluvias no eran tratadas.
Finalmente, se separaron los sistemas de alcantarillado: uno para aguas residuales y otro para aguas lluvias. E igual los problemas ambientales derivados de la contaminación de las aguas lluvias siguieron.
Este proceso mostró que la gestión del agua lluvia es más compleja de lo que se pensaba. No solo se trata de la cantidad de agua, sino también de su calidad, y los sistemas tradicionales no eran suficientes para abordar estas complejidades.
LSA. ¿Cómo funciona hoy ese sistema en Bogotá?
AT. Cuando llueve, el agua cae sobre las superficies duras, se desliza y llega a los sumideros, por los canales que hay en las calles. Las calles están diseñadas con una ligera inclinación para ayudar a que el agua fluya hacia los sumideros.
Mediante pequeños tubos, se lleva el agua a un pozo de inspección, que es la entrada a todo el sistema de drenaje. Desde ahí el agua sigue su camino por un tubo más grande y así continúa de pozo en pozo, recogiendo el agua de varios sumideros.
Todo el sistema está compuesto por tubos enterrados. Esa infraestructura subterránea es costosa y tiene funciones centrales para la ciudad, pero con frecuencia no opera según los estándares esperados. Por ejemplo, algunos tubos están mal instalados y permiten infiltraciones y para 2020 apenas se había inspeccionado el 15% del alcantarillado de Bogotá. Y como no la vemos, no pensamos en ella.
El problema sigue siendo el del siglo pasado: el agua se canaliza rápidamente hacia una planta de tratamiento de aguas residuales (Ptar), pero una sola planta no tiene la capacidad para tratar toda el agua lluvia, además es muy costoso.
Se ha hablado de actuar de manera localizada para aliviar el alcantarillado tradicional y evitar que la contaminación llegue a niveles críticos. Pero tecnológicamente seguimos estancados en el modelo del siglo XIX.
LSA. ¿Es diferente en otros países del mundo o ciudades de Colombia?
AT. Sí. En Europa, desde los años 70, se empezaron a construir Ptar en todas las ciudades, nosotros seguimos discutiendo si se deberían construir más. En Bogotá, aunque se amplió la Ptar Salitre, ésta sólo cubre una parte pequeña de la ciudad. Se espera que la planta Canoas atienda el 70% restante.
Para una investigación de maestría que dirigí invitamos a expertos internacionales para analizar la situación del agua en la ciudad. Uno de ellos, austriaco, no podía creer que en una ciudad de más de ocho millones de habitantes se vertiera el 70% de las aguas residuales directamente al río Bogotá.
En Medellín, han avanzado más. El río pasa por el centro de la ciudad y eso impulsó la construcción de plantas como San Fernando y la Ptar Aguas Claras, para una cobertura más completa. Pero en Bogotá el río está lejos de los centros urbanos y sólo cuando las consecuencias de la mala planificación se hicieron evidentes, se empezó a hablar de él.
Esto refleja problemas culturales y sociales profundos: falta de solidaridad, una visión individualista y estratificada, poca conciencia comunitaria y desconexión con la naturaleza. Además, se priorizan soluciones a corto plazo, reaccionando solo cuando el problema ya es grave, como ocurre con las inundaciones o sequías actuales.
Un tema que debería estar en la agenda, pero que ni se menciona, es la calidad del agua. Debería ser una prioridad para evitar que tengamos que enfrentar consecuencias graves, como enfermos en los hospitales por contacto con agua contaminada.
LSA. ¿Cuáles son las consecuencias de esa relación con el agua?
AT. Las consecuencias van desde inundaciones, hasta sequías. Vivimos racionamientos de agua y, al día siguiente, enfrentamos inundaciones. Pasamos de grandes incendios forestales a lluvias intensas sin haber planeado cómo recolectar agua para prevenir los incendios, seguimos desperdiciando el agua lluvia y también tenemos el problema de la calidad del agua.
Los espacios que ignoramos por tanto tiempo hoy reclaman atención. Aunque la situación actual es preocupante, por fin estamos hablando del tema a nivel público y político. Pero seguimos viendo a los humedales como un obstáculo y no como ecosistemas que pueden ayudarnos. No se trata solo de protegerlos porque lo digan los naturalistas, ambientalistas o ecologistas, sino de reconocer su potencial como aliados en la gestión urbana.
Por ejemplo, el humedal Juan Amarillo, que está frente a la Ptar Salitre, podría utilizarse para mejorar el drenaje en Bogotá, especialmente durante las lluvias. En esas épocas, el sistema actual funciona como un desvío, llevando agua contaminada directamente al río, cuando se podría aprovechar el Juan Amarillo para limpiar el agua.
LSA. Vimos hace un mes inundaciones en varias partes de Bogotá, ¿por qué, aunque se sabe que en Bogotá llueve mucho, se sigue inundando?
AT. Cuando no llueve, nadie piensa en cómo se maneja el agua de lluvia. Pero cuando llueve con fuerza y la infraestructura está en mal estado, las emergencias empeoran.
Un problema es que el sistema actual es muy rígido. Se supone que debe recibir el agua de las alcantarillas, pero si se tapan con granizo o basura, se inunda la calle.
Nuestro sistema de gestión es principalmente reactivo. En lugar de tomar medidas preventivas, como limpiar y reparar la infraestructura regularmente, solo se actúa cuando los problemas ya son evidentes y si no se hace un mantenimiento adecuado del sistema, no podemos esperar que funcione bien.
Pero hay un problema más profundo: estamos utilizando sistemas que no se ajustan a las condiciones actuales y hay una desconexión entre el crecimiento de las ciudades y la capacidad de la infraestructura. Al reemplazar zonas verdes con superficies impermeables, perdemos la capacidad natural de retener agua sin ajustar el sistema para compensarlo.
Por último, está la falta de planificación. En primer lugar, la descoordinación entre las instituciones: quienes construyen las vías no hablan con los que gestionan el alcantarillado, y estos no trabajan con los encargados del agua potable. Esa desconexión nos está pasando factura.
En segundo lugar, hay una falta de visión a largo plazo, especialmente para enfrentar desafíos como el cambio climático y las emergencias que este ocasiona. Los ciclos políticos cortos dificultan la planificación de estrategias que vayan más allá de una sola administración.
Justamente, el racionamiento mostró los huesos de la mala gestión del agua que se ha tenido por años en Bogotá. No entendemos el ciclo del agua como un proceso circular, lo que complica la gestión y la planificación. Si pensáramos de manera más integral, no sería necesario el racionamiento, porque el recurso se gestionaría de manera eficiente.
LSA. ¿Qué alternativas existen para que Bogotá pueda hacer un mejor manejo del agua y aproveche la lluvia en tiempos de sequía?
AT. Existen muchas alternativas, pero lo primero es entender que no hay un solo tipo de calidad de agua. Cometemos el error de pensar que toda el agua debe ser tratada al máximo para hacerla potable, cuando en realidad no necesitamos agua potable para todo. Por ejemplo, para limpiar una calle, regar un jardín o descargar una cisterna no necesitamos agua potable, como sí la necesitamos para beber.
Si consideramos diferentes calidades de agua, podemos aprovechar recursos como el agua lluvia, el agua de las quebradas o el agua cruda. Si analizamos cuánto del agua que consumimos realmente debe ser potable y evitamos su uso innecesario, la gestión sería más eficiente y económica.
Por ejemplo, en la Javeriana construimos un humedal y un tanque de retención para regar zonas verdes y lavar fachadas. Después de analizar el consumo, descubrimos que solo el 25% del agua usada debía ser potable, mientras que el 75% restante no necesitaba tratamiento porque se usaba para actividades como el mantenimiento de áreas duras y el riego.
También hay alternativas como pavimentos porosos, que son medidas preventivas para evitar la extracción de agua subterránea y aprovechar al máximo el agua lluvia. Los pavimentos porosos son sistemas de drenaje sostenible que permiten que el agua se infiltre por el suelo y se almacene para usarla en emergencias.
Por ejemplo, si toda la Autopista Norte se cubriera con pavimentos porosos, podría almacenar agua que se podría utilizar para apagar incendios en caso de emergencia. Aunque esta medida es costosa, es una forma de gestionar el agua de manera eficiente a gran escala y con el cambio climático y los periodos de sequía más largos, es necesario contar con fuentes alternativas de agua.
Es un desafío, porque aunque ya existen ejemplos de pavimentos porosos que funcionan en otros lugares del mundo, seguimos eligiendo lo seguro: vías rígidas, tubos enterrados y canalizaciones duras, sin darnos cuenta de que el cambio climático exige soluciones más flexibles y adaptables. Estructuras que puedan responder de manera dinámica a condiciones cambiantes y no rígidas como las que tenemos hoy.
LSA. En su artículo dice que Bogotá es una ciudad más vulnerable que otras frente al cambio climático, ¿qué la hace más vulnerable?
AT. Justamente, la gestión del agua.
Factores como la altura sobre el nivel del mar, la radiación solar y la ubicación geográfica hacen que nuestro entorno sea único. En particular, estar en esta parte de la cordillera puede intensificar las lluvias y prolongar los periodos secos. Pero todas las ciudades tienen sus particularidades. Lo que realmente nos hace vulnerables es el sistema de gestión del agua que tenemos. Si no nos preparamos ahora, no podremos enfrentar los efectos del cambio climático, que cada vez son más evidentes.
LSA. En relación con esto, habla del modelo de “ciudad sensible al agua” como interesante para Bogotá, ¿cómo sería?
AT. Es un modelo de Oceanía que nos interesa mucho en la academia porque es ambicioso e integral, aunque un gran reto.
No se limita a hablar solo de drenajes, Soluciones Basadas en la Naturaleza (SBN), o el uso de aguas residuales como elementos aislados. Lo que propone es un sistema de gobernanza del agua en las zonas urbanas, enfocado en los drenajes y con la participación activa de los ciudadanos en el manejo del agua, algo a lo que no estamos acostumbrados.
A diferencia de otros modelos como las SBN, donde la naturaleza se ve como una herramienta para resolver problemas, en este enfoque la naturaleza está en el centro de todo. En lugar de considerar el entorno urbano como un lugar donde la naturaleza ayuda, se plantea la idea de que lo urbano debe fortalecer la naturaleza. Y esto es una idea transgresora.
Esto significa pensar en “soluciones inspiradas en la naturaleza”, que sean aspiracionales y busquen imitar cómo funciona la naturaleza. Así como un río cambia su comportamiento con las lluvias, nuestras soluciones urbanas deben ser flexibles y adaptarse a las circunstancias cambiantes.
LSA. ¿Cómo se vería este modelo en una disputa como la que hay por la ampliación de la Autopista Norte?
AT. Lo primero es dejar de ver el humedal como un espacio cerrado, con límites fijos, y empezar a verlo como un ecosistema que no solo debe conservarse, sino mejorarse. Esto significa fortalecer los intercambios, como los flujos de agua, nutrientes y energía.
Conectar las zonas verdes no es algo imposible. Desde un punto de vista técnico, es viable y se podría lograr con la infraestructura adecuada, como un viaducto bien diseñado, similar a los que existen en ecosistemas como La Ciénaga, en Cartagena. Aunque sea técnicamente posible, la disputa es financiera, porque no se trabaja con presupuestos ilimitados.
En Bogotá, cualquier opción que exploremos tendrá algún impacto en la naturaleza. Siempre habrá una frontera entre lo construido y lo natural. Por eso, necesitamos pensar de forma creativa en cómo lograr estos flujos sin dañar el entorno y, al mismo tiempo, mejorarlo. Es un desafío ambicioso, pero necesario.
LSA. ¿Qué se debe hacer para mejorar la gestión del agua en Bogotá?
AT. Debemos integrar mejor la gestión de los recursos hídricos, porque los esquemas actuales en entidades como el Acueducto no están bien conectados, y esto se repite en otras instituciones debido a la falta de comunicación y objetivos distintos.
También es necesario repensar las fronteras políticas y administrativas. En Colombia, la gestión del agua se limita a divisiones como barrios o municipios, sin tener en cuenta las cuencas. Esto dificulta una gobernanza adecuada y un manejo sostenible del agua. Y falta una política coherente y de largo plazo sobre el agua, aunque ahora se hable mucho del tema, no existe.
Por otro lado, es clave contar con un sistema de atención a emergencias que sea técnico y no politizado para enfrentar situaciones como incendios o el racionamiento de agua y que pueda asesorar a la gente sobre cómo aprovechar el agua de lluvia. Incluso se puede volver un modelo de negocio.
Finalmente, la academia debe replantear cómo estudiar el cambio climático porque los modelos globales no se ajustan a la realidad colombiana. Y debería considerarse a la academia como una aliada para enfrentar estos problemas.
0 comments:
Publicar un comentario