
Por: Luis Guillermo Vélez Cabrera, columnista de La Silla Vacía.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, se consideraba que lo más importante en un país era desarrollarse económicamente para acabar con la pobreza.
La pobreza no es un accidente, como decía Mandela. Es como la esclavitud o el apartheid: una creación del hombre y puede ser eliminada por acciones de los seres humanos.
La única manera demostradamente efectiva para acabar con la pobreza es el crecimiento económico. El crecimiento sostenido de una economía a tasas, digamos, del 6 o 7% anual durante una o, mejor, dos décadas, disminuye la pobreza de un país a niveles insignificantes. Es lo que pasó en China, donde el PIB per cápita creció 30 veces entre 1980 y 2020, lo que sirvió para sacar a 800 millones de personas de la pobreza. Hoy en día solo el 1% de la población china vive en pobreza extrema, cuando en 1981 el 88% padecía esa condición.
Pero lo mismo, en proporciones quizás menores, ocurrió en Vietnam y Corea del Sur o en algunos países latinoamericanos como México y Brasil y había ocurrido hace algunas décadas en otros, como en España, donde el crecimiento sostenido de la última etapa del franquismo, entre 1960 y 1974, cuadruplicó la renta per cápita.
En Colombia el crecimiento promedio del PIB cercano al 4% anual desde 2002 hasta 2019 redujo la pobreza de 49.7% a 35.7% y la pobreza extrema de 17.7% a 9.6% en el mismo período. El Banco Mundial considera que por cada punto de crecimiento del PIB la pobreza se reduce en un 2%, lo que quiere decir que, si Colombia crece a un ritmo sostenido del 6% anual durante 10 años, la mitad de los colombianos que son pobres hoy dejarían de serlo.
Esta debería ser una meta obvia para cualquier gobernante colombiano: aumentar al máximo la expansión de la economía. Hace algunos años “desarrollo económico” era sinónimo de progresismo. Toda la sociedad estaba volcada a lograrlo, desde los campesinos hasta los altos burgueses. La modernización del país era la meta, sin distinción alguna. Se celebraba la construcción de hidroeléctricas o el trazado de nuevas carreteras. Kennedy vino a Colombia a inaugurar toda una ciudad que hoy lleva su apellido. Instalar una fábrica era un motivo de euforia. Todo municipio quería un aeropuerto. Se soñaba con el descubrimiento de hidrocarburos. La explotación de minas y canteras traía regocijo a la comunidad. Nada emocionaba más que la interconexión eléctrica. “Carro, casa y beca” era la aspiración de cualquier colombiano. Por ejemplo, cuando las guerrillas liberales del Tolima –que eran casi todas– ofrecieron desmovilizarse a finales de los cincuenta lo que pidieron a cambio fueron vías y créditos de la Caja Agraria.
Ahora el “desarrollo económico” es un concepto de mal gusto, que se comenta con nostalgia en las tertulias de economistas con canas en la sien. Lo que está de moda es el discurso de los “derechos”. Derechos que tienen las personas, animales y cosas, como si se tratara de un juego colegial de charadas. Tienen derechos los humanos, como es obvio, pero también los perros y gatos y los ríos, o los bosques o el aire o todo el planeta y quizás, también, el sistema solar, o la vía láctea o todo el universo o los multiversos, si es que existen.
Clasificados estos en categorías: derechos de primera, segunda y tercera generación, para abarcarlo todo. El cielo es el límite. No solo contamos con el derecho a la vida, honra y bienes de antaño, sino, en una segunda iteración, con derecho al trabajo, a la educación y la salud, entre otros, y, desde hace poco, en la tercera fase, abstracciones como el derecho a la cooperación internacional o a la identidad cultural o a el medio ambiente sano y, ¿por qué no?, una cuarta ronda compuesta por derechos como la felicidad, la amistad, la soledad o el olvido.
El catálogo de derechos se expande con la velocidad de un Big Bang que empezó a difundirse por el mundo en los años setenta y que quedó plasmado en nuestra carta de 1991. A los políticos les encanta y a los abogados, ni hablar. Nada más fácil que conjurar derechos en los discursos, en las leyes o en las decisiones judiciales. Sin embargo, es una alquimia a medias porque la transmutación del papel a la realidad material siempre es problemática. Tan quimérica como convertir plomo en oro.
Y es que resulta que sin dinero no hay derechos y sin desarrollo económico no hay dinero. O, lo que es lo mismo: sin desarrollo económico no hay derechos.
Esto será una premisa difícil de digerir para la industria de los derechos que acampa en universidades, cortes, oenegés, entes de control y medios de comunicación. Los derechos, al fin y al cabo, son algo inherente al sujeto que no dependen de las circunstancias materiales del mismo, dirán. Se tiene el derecho y el problema de la plata para su concreción será de alguien más. “Del Estado”, como me lo explicó una respetable magistrada de alta corte mientras me miraba con la condescendencia que se les reserva a las mascotas o a los niños de cinco años.
Este pensamiento mágico resulta esencial para mantener la ilusión. La plata crecerá en los árboles y con ella haremos realidad todos los derechos imaginables en la galaxia sideral. Después viviremos felices y comeremos perdices.
Es hora de aterrizar. El espejismo de los derechos nos dirige a un oasis inexistente. La expansión desaforada de derechos, más allá de los esenciales e importantísimos de la primera generación –los que son realmente fundamentales–, sin considerar los elementos para su materialización, lleva a toda clase de frustraciones. ¿De qué sirve, por ejemplo, extender el pago de horas extras o dominicales a los trabajadores si el 60% de ellos laboran en la informalidad? En el papel se amplió el derecho, pero en la práctica se redujo, porque la medida seguramente llevará a despidos o a contrataciones ilegales.
La condición de pobreza, que es por antonomasia la negación de los derechos, no se supera con sentencias, declaraciones, discursos o normas. Nadie ha salido de la pobreza con un decretazo. Se supera, como ya dijimos, con desarrollo económico. El crecimiento de la economía trae inversión, empleo, consumo y recaudo tributario, en ese orden. Hay generación de ingresos fiscales y, ahí sí, se pueden materializar derechos como la salud y la educación. Y ese tipo de crecimiento lo que requiere es de una economía de mercado robusta. Capitalista. (Sí, como la que hay en la China actual o en los Estados Unidos. No importa el color del gato desde que cace ratones, decía Deng).
Lo demás es carreta barata. Promover el cuentazo del decrecimiento –como lo hace Petro en sus delirios garciamarquianos– es casi un acto criminal en un país donde tres de cada diez ciudadanos viven en pobreza. En un año tendremos la posibilidad de escoger si queremos seguir distraídos con los espejismos o si, más bien, recordamos que antes progresar era crecer y crecer era vivir mejor.
Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, se consideraba que lo más importante en un país era desarrollarse económicamente para acabar con la pobreza.
La pobreza no es un accidente, como decía Mandela. Es como la esclavitud o el apartheid: una creación del hombre y puede ser eliminada por acciones de los seres humanos.
La única manera demostradamente efectiva para acabar con la pobreza es el crecimiento económico. El crecimiento sostenido de una economía a tasas, digamos, del 6 o 7% anual durante una o, mejor, dos décadas, disminuye la pobreza de un país a niveles insignificantes. Es lo que pasó en China, donde el PIB per cápita creció 30 veces entre 1980 y 2020, lo que sirvió para sacar a 800 millones de personas de la pobreza. Hoy en día solo el 1% de la población china vive en pobreza extrema, cuando en 1981 el 88% padecía esa condición.
Pero lo mismo, en proporciones quizás menores, ocurrió en Vietnam y Corea del Sur o en algunos países latinoamericanos como México y Brasil y había ocurrido hace algunas décadas en otros, como en España, donde el crecimiento sostenido de la última etapa del franquismo, entre 1960 y 1974, cuadruplicó la renta per cápita.
En Colombia el crecimiento promedio del PIB cercano al 4% anual desde 2002 hasta 2019 redujo la pobreza de 49.7% a 35.7% y la pobreza extrema de 17.7% a 9.6% en el mismo período. El Banco Mundial considera que por cada punto de crecimiento del PIB la pobreza se reduce en un 2%, lo que quiere decir que, si Colombia crece a un ritmo sostenido del 6% anual durante 10 años, la mitad de los colombianos que son pobres hoy dejarían de serlo.
Esta debería ser una meta obvia para cualquier gobernante colombiano: aumentar al máximo la expansión de la economía. Hace algunos años “desarrollo económico” era sinónimo de progresismo. Toda la sociedad estaba volcada a lograrlo, desde los campesinos hasta los altos burgueses. La modernización del país era la meta, sin distinción alguna. Se celebraba la construcción de hidroeléctricas o el trazado de nuevas carreteras. Kennedy vino a Colombia a inaugurar toda una ciudad que hoy lleva su apellido. Instalar una fábrica era un motivo de euforia. Todo municipio quería un aeropuerto. Se soñaba con el descubrimiento de hidrocarburos. La explotación de minas y canteras traía regocijo a la comunidad. Nada emocionaba más que la interconexión eléctrica. “Carro, casa y beca” era la aspiración de cualquier colombiano. Por ejemplo, cuando las guerrillas liberales del Tolima –que eran casi todas– ofrecieron desmovilizarse a finales de los cincuenta lo que pidieron a cambio fueron vías y créditos de la Caja Agraria.
Ahora el “desarrollo económico” es un concepto de mal gusto, que se comenta con nostalgia en las tertulias de economistas con canas en la sien. Lo que está de moda es el discurso de los “derechos”. Derechos que tienen las personas, animales y cosas, como si se tratara de un juego colegial de charadas. Tienen derechos los humanos, como es obvio, pero también los perros y gatos y los ríos, o los bosques o el aire o todo el planeta y quizás, también, el sistema solar, o la vía láctea o todo el universo o los multiversos, si es que existen.
Clasificados estos en categorías: derechos de primera, segunda y tercera generación, para abarcarlo todo. El cielo es el límite. No solo contamos con el derecho a la vida, honra y bienes de antaño, sino, en una segunda iteración, con derecho al trabajo, a la educación y la salud, entre otros, y, desde hace poco, en la tercera fase, abstracciones como el derecho a la cooperación internacional o a la identidad cultural o a el medio ambiente sano y, ¿por qué no?, una cuarta ronda compuesta por derechos como la felicidad, la amistad, la soledad o el olvido.
El catálogo de derechos se expande con la velocidad de un Big Bang que empezó a difundirse por el mundo en los años setenta y que quedó plasmado en nuestra carta de 1991. A los políticos les encanta y a los abogados, ni hablar. Nada más fácil que conjurar derechos en los discursos, en las leyes o en las decisiones judiciales. Sin embargo, es una alquimia a medias porque la transmutación del papel a la realidad material siempre es problemática. Tan quimérica como convertir plomo en oro.
Y es que resulta que sin dinero no hay derechos y sin desarrollo económico no hay dinero. O, lo que es lo mismo: sin desarrollo económico no hay derechos.
Esto será una premisa difícil de digerir para la industria de los derechos que acampa en universidades, cortes, oenegés, entes de control y medios de comunicación. Los derechos, al fin y al cabo, son algo inherente al sujeto que no dependen de las circunstancias materiales del mismo, dirán. Se tiene el derecho y el problema de la plata para su concreción será de alguien más. “Del Estado”, como me lo explicó una respetable magistrada de alta corte mientras me miraba con la condescendencia que se les reserva a las mascotas o a los niños de cinco años.
Este pensamiento mágico resulta esencial para mantener la ilusión. La plata crecerá en los árboles y con ella haremos realidad todos los derechos imaginables en la galaxia sideral. Después viviremos felices y comeremos perdices.
Es hora de aterrizar. El espejismo de los derechos nos dirige a un oasis inexistente. La expansión desaforada de derechos, más allá de los esenciales e importantísimos de la primera generación –los que son realmente fundamentales–, sin considerar los elementos para su materialización, lleva a toda clase de frustraciones. ¿De qué sirve, por ejemplo, extender el pago de horas extras o dominicales a los trabajadores si el 60% de ellos laboran en la informalidad? En el papel se amplió el derecho, pero en la práctica se redujo, porque la medida seguramente llevará a despidos o a contrataciones ilegales.
La condición de pobreza, que es por antonomasia la negación de los derechos, no se supera con sentencias, declaraciones, discursos o normas. Nadie ha salido de la pobreza con un decretazo. Se supera, como ya dijimos, con desarrollo económico. El crecimiento de la economía trae inversión, empleo, consumo y recaudo tributario, en ese orden. Hay generación de ingresos fiscales y, ahí sí, se pueden materializar derechos como la salud y la educación. Y ese tipo de crecimiento lo que requiere es de una economía de mercado robusta. Capitalista. (Sí, como la que hay en la China actual o en los Estados Unidos. No importa el color del gato desde que cace ratones, decía Deng).
Lo demás es carreta barata. Promover el cuentazo del decrecimiento –como lo hace Petro en sus delirios garciamarquianos– es casi un acto criminal en un país donde tres de cada diez ciudadanos viven en pobreza. En un año tendremos la posibilidad de escoger si queremos seguir distraídos con los espejismos o si, más bien, recordamos que antes progresar era crecer y crecer era vivir mejor.
Etiquetado:Economía, Gobierno Petro
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