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Leopoldo Villar Borda
Hace medio siglo causó sensación la película bautizada con el título que encabeza esta columna, dirigida por el cineasta Carlos Enrique Taboada, uno de los principales exponentes de la edad de oro del cine mexicano. En ella se narra la historia de un ambicioso empresario que busca al candidato perfecto para convertirlo en un gran campeón de boxeo, provocando el odio en el ring para amasar una fortuna.
Esta no fue la primera ni la última obra de ficción (incluyendo textos literarios, además de películas) que examinó el aprovechamiento de esa emoción negativa incrustada en la psique humana para obtener ganancias.
A semejanza del protagonista de la película, en todo el mundo abundan los que buscan sacar algún provecho del odio. Lo vemos constantemente en la política, donde ese sentimiento es utilizado para ganar adeptos con el simple recurso de atacar sin compasión ni escrúpulos al adversario.
Hace ya muchos años que el sistemático empleo del discurso del odio está dominando el debate político en distintas partes del mundo. Por una coincidencia que sugiere una conexión entre los extremistas de derecha de todos los países, es en esos sectores políticos en los que la mentira, la distorsión de los hechos y la incitación al odio hacia el adversario se utilizan con mayor intensidad.Lo hacen Donald Trump y los supremacistas blancos en Estados Unidos, lo hace Víktor Orbán en Hungría, lo hace el partido Vox en España, lo hacen el neofascismo italiano y el neonazismo alemán, lo hacen los ultraconservadores, extremistas y autoritarios en todas partes y lo hacen Álvaro Uribe y su séquito en Colombia. A falta de argumentos recurren a una de las pasiones más fáciles de estimular en sus seguidores para asegurar su adhesión y ganar poder.
El lenguaje contrario, el del amor, no produce los mismos resultados ni suscita la misma emoción. En Colombia lo está utilizando Gustavo Petro como parte de su programa progresista sin que se aprecie su repercusión, mientras sus adversarios no cesan en descalificarlo por su antigua militancia en el M-19, como si ese movimiento no se hubiera desarmado y no hubiera firmado la paz hace casi 35 años.
El negocio del odio prospera, por supuesto, porque de él se lucra mucha gente. Sin ser un adepto a las redes sociales puedo observar cómo se acrecientan en ellas el odio y la agresividad como las armas preferidas por muchas personas cuando utilizan esa herramienta, que como tantos otros adelantos es empleada para fines malévolos y egoístas en lugar de aplicarse para beneficio general.
En su libro El país de las emociones tristes, Mauricio García Villegas rastrea el origen y las manifestaciones de ese y otros sentimientos negativos que prevalecen en la sociedad colombiana e impiden al país salir del círculo vicioso de la violencia en el que se encuentra desde hace tanto tiempo. Nos muestra cómo los radicales “con su ruido de pólvora acallan a los moderados” y frustran todo intento de reconciliación. Pero también nos recuerda que en los pocos momentos de paz y clarividencia registrados en nuestra historia el país ha obtenido buenos resultados, como ocurrió en los tiempos del gobierno reformista de Alfonso López Pumarejo.
Por desgracia, abundan los ejemplos de las consecuencias nefastas que el discurso del odio ha acarreado entre nosotros. El que se empleó, precisamente, contra el gobierno de López Pumarejo, penetró las filas del Ejército y condujo al intento de golpe contra su gobierno el 10 de julio de 1944, que no prosperó gracias a la entereza del mandatario y la rápida acción de sus colaboradores, con el ministro Alberto Lleras a la cabeza.
Ahora no existe un peligro semejante, pero el discurso del odio está calando en la sociedad civil y enrareciendo la discusión pública con el resultado de empobrecer la política y aumentar la fragilidad de nuestra débil democracia.
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